Relatos del Día de Muertos
La Jornada Domingo 4 de noviembre de 2007
Eje Central
Cristina Pacheco
Después del 2 de noviembre.
En el recuerdo la casa donde pasamos la infancia
nos parece enorme. Después, en alguna visita, resulta que era pequeña, apenas
suficiente para albergar a una abuela, dos padres, siete tíos, un primo
inválido y dos hermanas: Flor y yo.
Hacia finales de octubre, ante la inminencia del
Día de Muertos, nuestro ritmo de vida se alteraba. La sobriedad impuesta por la
pobreza se volvía derroche y los olores que habitualmente circulaban entre el
patio y los cuartos se enriquecían con toda la gama de lo dulce, lo salado y lo
picante.
En la cocina, centro de la mayor actividad, se
encendían las ocho hornillas del brasero. La mesa de pino dejaba de ser soporte
de trastos y condimentos para volverse una pista nevada por la harina y el
azúcar glass.
Las mujeres se pasaban de mano en mano los viejos
recetarios. Se trataba de comprobar que los guisos tuvieran ingredientes
adecuados para satisfacer el gusto de quienes en vida habían sido nuestros
abuelos, hermanos, primos, tíos, padrinos... Estaban a punto de regresar del
más allá para quedarse con nosotros unas cuantas horas. También iban a convivir
entre ellos sin que importaran las viejas rencillas que los habían mantenido
distanciados durante meses o años.
La certeza de la nueva separación inevitable les
recordaba a los adultos las horas amargas de estertores y velorios, pero mi
abuela les tenía prohibido llorar hasta después del 2 de noviembre. Antes de
esa fecha todos estábamos obligados a mostrarnos alegres y a sostener
conversaciones ligeras para que las escucharan los difuntos, que se iban
acercando a nuestra casa orientados por una hilera de velas encendidas. Por la
noche la sombra de sus flamas agitadas por el viento figuraba sobre las paredes
una danza inquietante.
La complicada preparación de los guisos y postres
apenas nos dejaba tiempo para comer. Mientras consumíamos nuestra dieta
habitual –frijoles, arroz, chile y tortillas–, mirábamos las cazuelas
rebosantes de salsas, los platones llenos de panes y ates, el pastel cubierto
de nomeolvides: un regalo hecho para el gusto de mi tío Justiniano, destrozado
por el tren que iba al norte y muerto sin confesión. Todo en aquella mesa
resultaba tan apetitoso que mi hermana y yo ansiábamos la llegada del 2 de
noviembre para comer lo que durante un año entero no volveríamos a probar.
II
Mi abuela era la máxima autoridad de la familia.
Una orden suya debía siempre ser respetada, inclusive la de prohibir llorar en
vísperas de Todo santos. Ella lo sabía y, sin embargo, para asegurarles la
tranquilidad a los viajeros cada vez más próximos, procuraba contarnos las
aventuras hilarantes de nuestros difuntos.
Aunque los habíamos escuchado infinidad de veces,
los relatos eran graciosos y nos hacían reír hasta las lágrimas. En esos
momentos la cocina se transformaba en un manicomio poblado por mujeres
salpicadas de grasa y harina, que lloraban de risa. ¿Cuántas de aquellas
lágrimas habrán sido un secreto desahogo del dolor? No creo que mi abuela haya
considerado esa posibilidad: tan segura estaba de su dominio sobre la familia.
III
Durante las horas en que los guisos y los dulces
debían reposar, nos consagrábamos a la selección de los retratos en que los
difuntos pudieran reconocerse en sus mejores momentos. Casi todas las fotos
tenían escritos en el anverso el lugar, la fecha y la circunstancia en que la
imagen había sido captada. “Jesús y Félix en el Mineral de Pozos”. “Carmen en
la despedida de Daniel”. “Hilario, Rita y Andrea en un paseo a Los Arrastres”.
“Chalito y Rosalía en la iglesia de la Soledad”. “Leonor presumiendo su reloj
nuevo”. “La niña Consuelo en su primero y único cumpleaños”. “Elisa cantando
Hoja seca en una fiesta”.
Las breves inscripciones despertaban la curiosidad
de Flor y mía acerca de todas aquellas personas a las que no habíamos conocido
y estaban a punto de volver, en calidad de visitantes, a la casa que alguna vez
fue suya. Las respuestas de mi abuela humanizaban las fotos al punto de que era
posible imaginarnos cuánto lugar ocuparían en el comedor Félix, Carmen,
Chalito, Andrea y Elisa.
En su única foto, mi abuelo materno aparecía a la
hora en que abordó, junto con su primo Desiderio, el camioncito en que se
trasladaron a San Luis Potosí y después a Tampico para buscar la fortuna que no
habían hallado en su tierra. De aquel viaje nada más regresó Desiderio. Traía
malas noticias y los lentes de mi abuelo, ahogado en el río Pánuco.
En señal de que seguía considerándolo el jefe de
familia, mi abuela se encargaba de colocar en el centro de la ofrenda el
retrato y las gafas de su marido. El reflejo de las veladoras en sus cristales
producía la ilusión del parpadeo, de una mirada intensa que iba a apagarse
después del 2 de noviembre.
La foto de Consuelito, embalsamada en el ropón con
que la llevaron a bautizar, siempre nos planteaba a mi hermana y a mí las
mismas incógnitas: ¿De quién era hija? ¿Cómo iba a llegar a nuestra casa la
niña que se había ido del mundo sin haber aprendido a caminar? Y cuando
apareciera entre los demás muertos, ¿deberíamos darle trato de tía a quien era
sólo un bebé? La respuesta fue siempre el silencio y en él quedaron los
misterios de la fe y los secretos de la familia.
IV
Cuando se acercaba el momento de recibir a los
difuntos procedíamos a nuestro arreglo personal. Por ser la menor, me tocaba
ponerme la ropa que mi hermana había desechado un año antes; a ella, por ser la
mayor, ponerse el vestido usado que le facilitaba alguna de nuestras primas.
Ansiosas de mostrar su mejor aspecto, mis tías
sacaban del ropero ropas olorosas a creolina. Las habían empleado en ocasiones
especiales, ya muy remotas, antes de que se les abultaran las líneas del talle
y del vientre. Meterse en semejantes prendas les significaba una auténtica
batalla contra popelinas, percales y botones que salían disparados y rebotaban
en el suelo como perdigones.
Ya vestidas, las mujeres se maquillaban ante el
espejo. Su falta de costumbre y habilidad en el manejo de polvos y coloretes
las dejaba hechas unas máscaras. Su aspecto las hacía reír hasta las lágrimas,
único llanto permitido en las fechas consagradas a los muertos.
Renovados y limpios, todos salíamos en procesión
hasta la puerta para recibir en brazos a Consuelito y horas más tarde abrazar a
los familiares que iban llegando para adueñarse de la casa, permitirse el gusto
de comer, alegrarse con sus bebidas predilectas y destruir por unas horas el
prolongado silencio que es la muerte.
Durante las horas
del rencuentro en el comedor sólo se escuchaban los murmullos de conversaciones
secretas. Mi hermana y yo, las menores de la familia, quedábamos excluidas de
aquella intimidad. Sujetas al silencio, nos mirábamos de reojo, sonrientes,
disfrutando de antemano el momento en que los difuntos volvieran al cielo y
nosotros a la gloria de los sabores dulces, salados y picantes que no
probaríamos hasta el futuro noviembre. Entonces también volveríamos a oír aquel
interminable mar de historias.
LEYENDA DEL DISTRITO FEDERAL
Don Juan Manuel, el asesino por celos
Por Fernando Martínez
LA LEYENDA
DE LA CALLE DON JUAN MANUEL SOLÓRZANO.
Consumido
por los celos, Don Juan Manuel Solórzano, un rico comerciante de la época
colonial, decidió una noche invocar al Diablo, a quien decidió venderle su alma
para que le ayudara a conocer a la persona con la que creía que su mujer lo
engañaba y lo deshonraba.
A
cambio, Satanás le pidió que cada día a las 11:00 de la noche, saliera de su
casa y asesinara al primer hombre que pasara por ahí y que él, el Diablo,
aparecería junto al cadáver para confirmarle al supuesto amante de su mujer.
Don
Juan Manuel aceptó el pacto y se convirtió en un asesino en serie.
Todas
las noches salía de su casa, bajaba las escaleras, atravesaba el patio, abría
el postigo del zaguán, se recargaba en el muro, y envuelto en su ancha capa
esperaba tranquilo a la víctima. En medio de la obscuridad y del silencio de la
noche, se oían lejanos pasos, cada vez más perceptibles:
después
aparecía el bulto de un transeúnte, a quien, acercándose Don Juan, le
preguntaba:
-Perdone
usted, ¿qué horas son?
-Las
once.
-
¡Dichoso quien sabe la hora en que muere!
Brillaba
el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el golpe de un
cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía a abrir el postigo,
atravesando de nuevo el patio de la casa, subía las escaleras y se introducía
en su habitación.
La
ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en dicha calle, recogía la
ronda -la policía- un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio los
asesinatos, tan espantosos como frecuentes.
Durante
un tiempo, Don Manuel mataba todos los días a un hombre y Satanás nunca
apareció.
Preso
del remordimiento, Don Manuel no pudo más y decidió confesarse.
Al
tercer día de contarle sus crímenes al padre de iglesia, fue encontrado muerto.
La leyenda
dice que los espíritus de las víctimas lo llevaron al suicidio; otros, que el
Diablo se lo llevó.
Desde
ese día se rumora que se aparece un hombre afuera de esa casa preguntando la
hora y si alguien le contesta que son las once en punto contesta:
"¡Dichoso
aquel que sabe la hora de su muerte!".
La
casa de Don Juan Manuel Solórzano se localiza en República de Uruguay número
94, calle que un tiempo tomó el nombre de Don Juan Manuel, en el centro de la
Ciudad de México.
FRANCISCA Y LA MUERTE
Texto. Onelio Jorge Cardoso.
Ilustración: Gerardo Cantú.
—Santos y buenos días— dijo
la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer. ¡Claro!, venía la
parca con su trenza retorcida bajo el
sombrero y su mano amarilla al bolsillo.
—Si no molesto —dijo—,
quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
—Pues mire— le respondieron,
u asomándose a la puerta, un hombre señaló con su dedo rudo de labrador:
—Allá por los matorrales que
bate el viento ¿ve? Hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.
“Cumplida está” pensó la
muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que,
precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues, miró la muerte
la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado
meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.
“Menos mal, poco trabajo; un
solo caso”, se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió su paso,
metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.
Efectivamente, era el mes de
mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se
quedara bajo la tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura
caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la corteza,
dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola
hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida subiendo
de las flores
Natural que la muerte se
tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de
nido, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso
por aquí, sin ser su reino.
Así pues, echó y echó a
andar la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca:
—Por favor con Panchita —dijo
adulona la muerte.
—Abuela salió temprano —contestó
una nieta de oro, un poco temerosa aunque la parca seguía con su trenza bajo el
sombrero y la mano en el bolsillo.
—¿Y a qué hora regresa?
—preguntó.
—¡Quién lo sabe! —dijo la madre
de la niña—. Depende de los quehaceres. Por el campo anda trabajando.
Y la muerte se mordió un
labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.
—Hace mucho sol, ¿Puedo
esperarle aquí?
—“¡Chin!”, pensó la muerte,
“se me irá el tren de las cinco. No; mejor me voy a buscarla”. Y levantando su
voz, dijo la muerte:
—¿Dónde, de fijo, pudiera
encontrarla ahora?
—De madrugada salió a
ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
—¿Dónde está sembrando? —preguntó
la muerte.
—Siga la cerca y luego verá
el campo arado detrás.
—Gracias —dijo secamente la
muerte u echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso
campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltóse la trenza la muerte
y rabió:
“¡Vieja andariega, dónde te
habrás metido”! Escupió y continúo su sendero sin tino.
Una hora después de tener la
trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba
nueva, la muerte de topó con un caminante.
—Señor, ¿pudiera usted decirme
dónde está Francisca por estos caminos?
—Tiene suerte—dijo el caminante—,
media hora lleva en casa de los Noriegas. Está enfermo y ella fue a sobarle el
vientre.
—Gracias —dijo la muerte
como un disparo y apretó el paso.
Duro y fatigoso era el
camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin
trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el suelo irregular
y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así por
tanto, llegó la muerte hecha una lástima a la de los Noriegas:
—Con Francisca. A ver si me
hace el favor.
—Ya se marchó.
—¡Pero, cómo! ¿Así, tan de
pronto?
—¿Por qué tan de pronto? —le
respondieron—. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
—Bueno… verá —dijo la muerte
turbada—, es que siempre una hace la sobremesa en todo, digo yo.
—Entonces usted no conoce a
Francisca.
—Tengo sus señas —dijo
burocrática la Impía.
—A ver; dígalas —esperó la
madre. Y la muerte dijo:
—Con arrugas; desde luego ya
son sesenta años...
—¿Y qué más?
—Verá... el pelo blanco… Casi
ningún diente propio... la nariz, digamos...
¿Digamos qué?
—Filosa.
—¿Eso es todo?
—Bueno... además de nombre y
dos apellidos.
—Pero usted no ha hablado de
sus ojos.
—Bien; nublados... sí,
nublados han de ser... ahumados por los años.
—No, no la conoce —dijo la
mujer—. Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la
mirada. Esa a quien usted busca no es Francisca.
Y salió la muerte otra vez
al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho por la mano y la trenza,
que medio se asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de
los González le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando
pastura para la vaca de los nietos. Mas solo vio la muerte la pastura recién cortada
y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la muerte, quien ya
tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra,
más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
“¡Dios! ¡Las cuatro y media!
¡Imposible! ¡Se me va el tren!” Y echó la muerte de regreso, maldiciendo.
Mientras, a dos kilómetros
de allí, Francisca escarbaba de malas hierbas el jardincito de la escuela. Un
viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su manera el saludo cariñoso:
—Francisca, ¿cuándo te vas a
morir?
Ella se incorporó asomando
medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
—Nunca —dijo—,
Siempre hay algo que hacer.
Tomado de Colibrí Enciclopedia Infantil Tomo I pp 145 a 160.